Los jóvenes: Crónicas del desastre (II)

Durante la noche, cuando nos reunimos a intercambiar información, la mayoría de los jóvenes hablamos sobre la importancia de ayudar y exploramos las emociones que sentimos durante el...

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5 octubre,2017 5:23 pm
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Ciudad de México, 5 de octubre de 2017. Esta es la segunda entrega de una serie de ocho crónicas (más un par de poemas) que se publicarán una por día. Su autor, de 25 años, es actor egresado de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM.

 

1.- El 19 de septiembre de 2017

 

Vivo en el número 48 de Pedro Antonio y el terremoto dejó a mi edificio dañado. Sus columnas fallaron; las dos frontales y las dos posteriores de la torre A son las más lastimadas. En total, siete de las columnas presentan fisuras en 45 grados y una octava logró soportar una fisura en equis.

Tengo miedo. A unos metros de la puerta que da a la calle, sobre la misma banqueta, está el número 50. Tres de las columnas centrales de ese edificio reventaron, ahora son pedazos de varillas colgando desde costras de concreto; las otras columnas no podrían mantener el resto del edificio de pie. Había riesgo de que el número 50 colapsara de un momento a otro tan sólo por el peso de sus 36 departamentos y, en caso de una réplica, se vendría abajo con certeza. No había forma de predecir hacia dónde ocurriría la caída; alrededor estamos el edifico 48, del otro lado una rosticería de pollos al carbón con el número 52, y el muro posterior lo comparten peligrosamente una escuela primaria y parte de un edificio de oficinas y bodegas.

Todos fuimos desalojados. A mi alrededor hay más de 50 familias con miedo, con culpa de sobrevivientes y sin casa. Poco a poco los edificios van siendo apuntalados. Unos vecinos desaparecen para no enterarse, otros van dando vueltas cada dos días para ver cómo progresa el asunto, otros nos quedamos a encontrar la forma de mantener en pie ambos edificios. No podemos dejar de sentirnos afortunados: todos estamos vivos, podemos ir con nuestras familias, tenemos recursos para remediar esta situación, y a varios se nos atora la culpa en la clavícula por ser unas de esas víctimas omitidas, de los que no nos quedamos bajo los escombros.

Mientras transcurría la primera noche después del sismo, yo estaba hombro con hombro entre desconocidos, formando parte de una cadena humana para mover víveres en el Centro de Acopio de Parque España, en la Condesa. Éramos tantos y teníamos los hombros tan pegados que las botellas de agua se nos caían de las manos. No supe si era por la angustia, la prisa, la inexperiencia o por las fisuras que traía desde mi casa, pero todo el rato hubo botellas de agua botando en el suelo y paquetes de víveres que se nos deshacían de mano en mano.

Parecía que la cadena humana se hacía más larga cada vez, de modo que el tramo de la calle que un auto cargado de alimentos podía recorrer hasta el Centro de Acopio, pronto estuvo ocupado por nuestras ansiosas manos encadenadas. Empecé a unos metros de la baqueta y al cabo de media hora ya había sido recorrido hasta el final de la cuadra siguiente, pensaba que qué bueno que tanta gente estuviera dispuesta a prestar ayuda tan pronto, tenía miedo y me sentí respaldado y conmovido por el ejercicio de la comunidad, pero a ratos mis sensaciones se volvían confusas, contradictorias, incluso frías, al punto que llegué a pensar que quizás el trabajo que todos nosotros juntos llevábamos a cabo, podríamos realizarlo la mitad de los presentes, organizando las distancias entre nuestros cuerpos y luego entre la cadena y los autos, y que quizás con espacio suficiente para mover los hombros, el suelo no estaría lleno de botellas de agua. Pronto sentí que mi presencia era innecesaria y me aguanté las ganas de sentirme útil. Regresé con mi familia, al lado del edificio que se nos puede caer.

Nos habíamos juntado unas horas después del sismo. Contra todas las recomendaciones de Protección Civil y de los cursos de civismo con los que mi generación fue formada, y a pesar de que teníamos buena comunicación y estábamos en lugares seguros, mis padres insistieron en que nos reuniéramos lo más pronto posible, y no pude decir “mejor no”.

Atravesé la ciudad en cuatro horas. Tomé la intrépida decisión de circular sobre Tlalpan rumbo al centro. De camino, montones de gente se lanzaban de la banqueta a la calle porque los edificios de la avenida todavía crujían. Le abrí la puerta del coche a unas señoras y a dos tipos apenas mayores que yo. Las señoras eran maestras de un kínder, habían logrado mantener a todos los niños lejos del peligro hasta que sus padres los recogieron. Ahora tenían que llegar al metro Moctezuma a recoger a sus propios hijos, de los que todavía no tenían información. Me dijeron que frente a ellas  habían colapsado dos edificios con personas todavía dentro, los niños no los vieron porque estaban entretenidos siguiendo sus cantos.

Los adelanté hasta el último bloqueo de Tlalpan y decidieron continuar a pie por el centro. Yo tuve que girar por la Doctores y, aunque traté de evitarlo con ahínco, todo ese tiempo estuve estorbando a cada ambulancia que circulaba por Tlalpan.

 

  1. Mole precipitante

 

Voy a evitar redactar un catálogo de desastres en la ciudad y me voy a concentrar en el relato de mi experiencia y de los pasos que, mal o bien, hemos seguido para salvar los edificios en que vivimos. Ojalá esta narración ofrezca alguna pista a otros que puedan estar pasando por la misma incertidumbre.

Como el edifico 50 es una mole precipitante, la delegación atendió el asunto con prontitud –quizás los tuitazos de algunos vecinos que manejan la prensa de ciertas instituciones deportivas sirvieron a ese propósito–. Aun así, antes de que la delegación pudiera asignar algún tipo de ayuda, ya se había conformado un grupo de ingenieros –hermanos, amigos o vecinos– que habían puesto de inmediato manos a la obra. Con asombrosa premura, los vecinos del 50, apoyados por la delegación y asesorados por el grupo de voluntarios, organizaron comisiones, consiguieron mano de obra proporcionada por una constructora y material para apuntalar su patrimonio, es decir, para instalar una serie de soportes, primero de madera y luego vigas de acero alrededor de las columnas vencidas, para suplir su función original de distribuir el peso del cuerpo. Mientras tanto, mi edificio se había evacado por recomendación de los mismos ingenieros.

Durante el día siguiente al sismo estuve arrastrando mis escombros desde las columnas de la casa hasta los Centros de Acopio de la Roma. Acudí con mis primos para ver cómo ayudar a los que luchaban por sus vidas. En algún momento pasamos un par de cubetas con escombros. Pero para la tarde la cantidad de voluntarios había desbordado cualquier expectativa, otra vez sentí cómo mi ansiedad por ayudar a otros hacía eco con cientos de conciudadanos. Aun así, me comía otro tipo de angustia: las columnas reventadas del edificio de al lado, la posibilidad de que mi familia y mis vecinos perdieran sus casas, brindaban una perspectiva que sumaba varios meses de luchas estructurales, legales, económicas y psicológicas. A comparación con el 50, mi edificio no era una emergencia; y en contraste con la fábrica que colapsó en Chimalpopoca y Bolívar, donde estábamos pasando cubetas con escombros, el 50 de Pedro Antonio no era una emergencia. Pero, de una u otra manera, eran las emergencias personales.

Un mensaje de WhatsApp avisaba sobre la liberación de un Fondo Nacional para Desastres Naturales (Fonden), no era un mensaje oficial y la información era ambigua. Supuse que debíamos solicitar esa ayuda y durante los dos días siguientes estuve dando vueltas por las oficinas de Protección Civil y por su página de internet. Nada fue preciso hasta que –varios días después Efraín, el representante de Participación Ciudadana de mi delegación, me aclaró que el Fondo brindaría ayuda para colchones, polines y algunos menesteres, pero no para reparaciones estructurales. En estos casos, después de atención médica y servicios funerarios, los gastos más importantes son justamente para reparar las estructuras dañadas y evitar más perdidas, pero hasta donde me informaron, el Fonden no cubrirá esas atenciones.

Los brigadistas no dejaban de llegar. Vinieron del Colegio de Arquitectos, el jefe de Obras de la delegación con Directores Responsables de Obra (DRO), especialistas alemanes; a su vez los vecinos traían al hermano, al sobrino, al amigo, todos ingenieros o arquitectos, a dar opiniones. Después de sesenta cursos exprés sobre estructuras e ingeniería, finalmente los vecinos se animaron a revisar cada muro de sus departamentos y de las áreas comunes, descolgaron cuadros, movieron muebles y pasamos reporte de cada grieta. Pronto cada brigada concluía que el edificio estaba fuerte, que había que repararlo cuanto antes, pero que el riesgo mayor seguía siendo el colapso del edificio de al lado. Para el domingo pudimos tener la primera junta vecinal. Una junta tardía pero esperanzadora. Efraín, el representante de Participación Ciudadana de la delegación, nos regañó por no hacerlo antes.

Para restablecer la seguridad de nuestro edificio es necesario que un profesional –un estructurista– elabore un dictamen. Éste debe incluir la aprobación de un DRO –ingenieros o arquitectos reconocidos por la delegación como responsables de garantizar la seguridad y normatividad de las obras realizadas por los particulares–. Una vez con ese dictamen, se puede elaborar un proyecto de reparación o de reestructuración y su presupuesto. El primer presupuesto que recibí por parte de uno de los ingenieros se acercaba a los 140 mil pesos. Decidimos buscar varias opciones, pero acordamos privilegiar nuestras vidas y nuestra seguridad por encima de nuestros ahorros.

 

  1. Millennials: en las calles y en las redes

 

Durante esta semana he escuchado y leído la grata sorpresa que nos sobrecoge a todos. La ayuda se desborda. La solidaridad del pueblo mexicano ha impactado al mundo. Lo leo en los poemas, lo escucho en la tele, en el radio. Se lo oigo a mis amigos y lo leo en sus redes sociales. Todos los días lloro algo y ninguno de ellos duermo porque tengo miedo, porque estoy profundamente conmovido, y porque estamos rodeados por muerte abrupta. Desde el viernes no volví a los campamentos ni a los Centros de Acopio. En lugar de eso recibo a los brigadistas, a los soldadores que apuntalan, estoy al pendiente de las visitas de Efraín y de la jefa delegacional, y hablo con los vecinos de los dos edificios para informarme, informarlos y coordinar nuestros esfuerzos.

Recuerdo que en algún momento del viernes estaba parado frente a nuestros edificios, fumando el primer cigarro en cuatro días –porque ya estábamos seguros de que no había fugas de gas–, haciendo señales para que los camiones disminuyeran su velocidad, cuando de pronto me sentí profundamente solo. Mi familia estaba en otras casas –todavía no tan involucrada–, mis vecinos menos, mis amigos estaban ayudando en la ciudad o fuera de ella. Yo no necesitaba ayuda inmediata, pero ya tenía las pruebas de que las consecuencias de este desastre iban a durar muchos meses, y entendía que no estaba preparado para ese otro tipo de organización. Recuerdo los testimonios del terremoto de 1985, me gusta pensar que desde entonces la solidaridad ante la emergencia es inevitable, sí, inevitable. El instinto de preservarnos ante la muerte masiva abrupta, la necesidad de ayudar al que está muriendo a un lado se deben desatar por inercia. Prefiero pensar que eso es una certeza.

Lo que me ha costado trabajo estos días es distinguir con madurez entre la naturaleza del ansia por ayudar –inmediata– y la conciencia de solidaridad, que debería anticipar los problemas de una sociedad diversa en las aristas políticas, sociales, económicas, psicológicas, jurídicas que se van a desatar de esta catástrofe.

He leído varias declaratorias en las redes donde se presume que mi generación, los Millennials, hemos demostrado que somos mucho, que hemos roto los moldes en que pretendían encasillarnos, que hemos superado cualquier expectativa sobre nosotros mismos. Siento culpa porque para mí esas declaraciones no son tan evidentes. Tres días después del sismo alguien en la red ya había declarado un estado puro de anarquía, conseguido sólo gracias a intervención de la juventud. Pero mientras tanto, los protocolos de emergencia se estaban agotando, la autoridad iba desplegando sus mañas para recuperar el control sobre la administración del bienestar público; en Chimalpococa había militares vestidos como civiles durante el día, y no he leído noticia o comentario en redes al respecto –a lo mejor los imaginé–. Los albergues van cerrando, el Fonden mantiene los recursos centralizados y los candados jurídicos siguen siendo un misterio para la mayoría de los afectados.

Durante la noche, cuando nos reunimos a intercambiar información, la mayoría de los jóvenes hablamos sobre la importancia de ayudar y exploramos las emociones que sentimos durante el día, la vulnerabilidad ante la tragedia, la motivación ante la solidaridad, la conmoción por la piedad. Pero pocos –muy poquitos– logran dimensionar que carecemos de estructuras sociales fuertes u organizadas para hacerle frente a los problemas que se avecinan una vez que la emergencia se declare superada. Cuando las autoridades normalicen los mecanismos mediante los cuales conservan y administran el poder, ¿la sociedad civil debería extender la conciencia de solidaridad más allá de lo efervescente? ¿Los jóvenes podemos generar movimientos sociales continuos que superen la urgencia de los eventos coyunturales? ¿Podemos desarrollar la conciencia de la importancia de participar activamente en la organización ciudadana para colaborar con la elaboración de las políticas públicas y vigilar la operación de las mismas? Esto desde comisiones ciudadanas.

El desastre del sismo nos afectó a todos, pero pese a la consigna de que “todos somos uno”, yo sigo observando diferencias profundas. No a todos nos afectó igual. El jefe de Obras de mi delegación se ha portado de maravilla, atendiendo nuestros casos durante los últimos tres días, pero sé que en mi propia delegación hay familias con futuros más inciertos y con menos recursos, a los que el Fonden les va a proporcionar un colchón. Ellos no reciben la atención que mis vecinos y yo tenemos el privilegio de recibir. Mi delegación no es Xochimilco, ni Tláhuac, ni Iztapalapa, donde las calles se levantaron hasta un metro. Tenemos agua, luz, privilegios sociales, sabemos defender nuestros derechos, y muchos tenemos poca empatía por los que no comparten nuestras formas de ver el mundo.

Muchos de mis congéneres están excitados por la colaboración ante el sismo, pero no existe entre nosotros una estructura de colaboración que pueda enfrentar los problemas que no son efervescentes, los que van a durar varios meses; sobre el derecho a la vivienda; los que dependen de colaborar con la autoridad para garantizar la pronta reestructuración de los edificios dañados; los problemas de derechos humanos que requieren de la vigilancia de la sociedad civil.

La apuesta que quiero hacer no se hace sola. Quizás estas organizaciones que yo acuso de inexistentes, son apenas visibles, pero ya existen, y quizás este momento, en lugar de plataforma política para algunos, en lugar de escaparate de medios para otros, se convierta en el incentivo que comenzará a dar forma a una nueva ciudadanía. A una nueva generación involucrada con sus políticas, con su diversidad, con su profunda desigualdad. Quizás en seis meses sigamos siendo brigadistas que no sólo combaten las emergencias, sino los problemas ciudadanos.

Crónica de Manuel Delgado Plazola para APRO/ Foto de EFE.

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