Cuando todo se desploma adentro

Ciudad de México, 10 de octubre de 2017. “Acaba de temblar en la Ciudad de México”, me dijo Lucy, temerosa. Mi respuesta, ilusa: “No, fue sólo el simulacro.”...

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10 octubre,2017 4:38 pm
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Ciudad de México, 10 de octubre de 2017. “Acaba de temblar en la Ciudad de México”, me dijo Lucy, temerosa. Mi respuesta, ilusa: “No, fue sólo el simulacro.” Cuál sería mi sorpresa al descubrir mi celular desbordando mensajes, preguntando y avisando, con puras alivianadoras noticias de seres cercanos, por fortuna. Cuando vi los videos de los edificios desplomándose, entendí que no se trataba de una falsa alarma.
Estaba visitando a mi familia en Ensenada, Baja California. Mi boleto de regreso estaba programado para el día siguiente.
Fue la tarde más larga de mi vida. Pasé horas pegada a la televisión y a las redes, viendo, escuchando, leyendo y comprobando los horrores que sucedían en mi ciudad y en Oaxaca, Morelos y Puebla. La impotencia me carcomía. Mis amigos habían ya salido en brigadas y se organizaban para distribuirse de las formas más efectivas.
Nunca había detestado tanto estar sentada en un sillón tan cómodo, en un lugar tan ordenado y con una televisión tan grande enfrente como en ese momento. “Culpa por estar vivo”, le llaman. Son tan absurdas como inconscientes las ganas de estar sepultado bajo los escombros, que lo único que las cura es estar levantándolos. Yo no podía más que mantenerme en estado neutral, viendo el terror pasar ante mis ojos.
Mi mamá y mi tío insistían en que pospusiera mi regreso, en que no tenía nada que hacer en la capital. “Si mi vuelo sale, yo salgo en él”, declaré tajante, con ese tono que nadie en mi familia se atreve ya a cuestionar.
Viajé al día siguiente y llegué a una ciudad desolada, tan distinta a la que había dejado una semana atrás. Recorrí Churubusco rumbo a Coyoacán, esa avenida que suele estar repleta de carros, sustituidos ahora por ambulancias que zumbaban pasando con gran velocidad.
Al llegar comí con mi familia y platicamos. Antes de terminar el último bocado ya tenía destino siguiente: un centro de acopio en la Colonia del Valle.
Recorrí justo por en medio una avenida que había cerrado el acceso a los vehículos. Al dar la vuelta, encontré un edificio que había sido desalojado. Todos los vecinos se encontraban sentados en la otra acera, viendo con nostalgia hacia arriba, anhelando regresar a la que unas horas antes era su casa.
Los siguientes días fueron casi oníricos. Entre la acción, las desveladas y el bombardeo visual e informativo, los solidarios se movían como autómatas. Todo era muerte, urgencia, desesperanza. Ver una lata o un zapato en el piso podía hacer a cualquiera romper en llanto.

Fuera de los límites de la centralización

El fin de semana partí rumbo a Puebla con una caravana organizada por la Red Docs –responsables del Festival de Documentales DocsMx– a entregar víveres. Estaba compuesta casi en su totalidad por cineastas, además de un camión de tres toneladas.
Recorrimos durante horas el estado, y en cada pueblo que pasamos las imágenes alucinantes se repetían: cientos de camiones cargados de despensas y las calles desbordadas de jóvenes clasemedieros con chalecos fosforescentes tomando una pala seguramente por primera vez en su vida. “Que esto siga, que sea permanente”, pensé. Por supuesto, estaba equivocada, las zonas afectadas fueron el destino del primer fin de semana del desastre. No es sólo culpa de ellos, claro, los jóvenes tuvieron que regresar a la cotidianeidad. Algunos siguen entregados, otros luchamos desde nuestra trinchera y buscamos hacer esos pequeños cambios a diario.
Crónica de Indira Indira Cato para APRO/ Foto de

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