Arturo Gallegos, un personaje sencillo, modesto, tímido pero de una gran fortaleza

Aurelio Peláez

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26 mayo,2020 5:00 am
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Aurelio Peláez

 

Arturo llegó como blibliotecario de la Prepa 27 en 1982. Antes estuvo Aquilino Lorenzo Ávila. Los dos venían de la guerrilla de los setentas, habían pasado años en la cárcel por eso y tenían meses o un par de años de salir amnistiados. La universidad de Rosalío Wences Reza creó entonces las plazas de solidaridad (me enteré años después), con las que dieron empleo a muchos sobrevivientes de la guerra sucia. La prepa era un edificio rentado y pequeño en la calle Bocachica de La Laja, que era ex casa de huéspedes, y los salones minúsculos. Donde cabían 20 alumnos había 60 (eso se llamaba Universidad de Puertas Abiertas) y las persianas de madera fueron derribadas a patadas para que desde el patio los que llegaban tarde escucharan clases. La biblioteca que habitó originalmente Aquilino también ocupaba un espacio mínimo, un par de escritorios y una decena de sillas que nunca se llenaban, y dos o tres centenares de libros.

José Arturo Gallegos Nájera durante la presentación de su libro “Mi vida en prisión”. Foto: Jessica Torres Barrera

Ahí me encontré una mañana a Chava Delgado desplegando un tablero de ajedrez y me enseñó con paciencia a mover las piezas y fue demasiada generosidad de su parte, porque ya a sus 16 años era el campeón estatal, campeón universitario y tenía copas nacionales, pero eso lo supe después. Y un día apareció Arturo, porque Aquilino tuvo un accidente y se fue para siempre.

A falta de Chava (es un decir, nunca fui pieza para alguien que podía jugar a ciegas y ganarte en 15 movimientos) comencé a jugar con Arturo, quien entre movida y movida, tuvo la paciencia de platicarme su vida. Yo tenía 16 años y el 35 o 36. Me habló de la guerrilla, de Lucio, de la cárcel (nunca de las torturas que sufrió). Me esbozó dos o tres acciones de armas, entre peón pasado, peón por peón, jaques y uno que otro mate. Me contó de una vez en la sierra, Navidad o Año Nuevo, cuando entre los incipientes reclutados de la lucha armada cundió la nostalgia por no estar, costeñamente, disfrutando las fiestas en sus pueblos.

Allá, sólo el hambre, las estrellas y el canto de los grillos. “Lucio nos habló muy bonito”, me contó cerrando los ojos. Esto terminó una tarde, cuando un energúmeno personaje, a saber, el director Antelmo García, quien creí que era mi amigo, irrumpió en la biblioteca y nos arrebató el ajedrez de la mesa y se lo llevó y gritó sin voltear a vernos: “Este es un lugar para leer, no para juegos”. Arturo miró a otro lado y se desdibujó su eterna sonrisa. En la minúscula sala sólo estábamos él y yo y el lugar casi siempre estaba vacío. La inquina del baboso ese se debió al parecer a que como jefe de grupo me ubicó al lado de un bloque de maestros (de la ACNR) que después le dio una patada en el traserito y lo botó de la escuela. Eso lo deduje años después. Destaco a tiempo pasado la contención de Arturo para no golpearlo, pero bueno, venía regresando de un largo periodo en la cárcel, cuántos años debió soportar custodios así. Luego lo cambiaron a la Facultad de Medicina y hasta allá lo fui a buscar (ya yo en Ciencias Sociales) para una que otra partida, siempre sonriendo pizpireto a las alumnas: “Gracias, las del chango”, respondía cuando le regresaban los libros. La biblioteca de la preparatoria era una cosa aburridísima y culturalmente indescifrable. Esencialmente 80 por ciento marxismo, casi cero literatura e historia. Las clases de Filosofía e historia del proyecto Universidad-Pueblo de Wences Reza también lo eran: materialismo histórico, materialismo dialéctico, filosofía dialéctica.

Ahora me entero que eso estudiaban los cubanos y los rusos y que finalmente no les sirvió para nada. A final nadie leía las obras completas de Lenin ni las cien mil páginas de El Capital de Marx y terminabas revisando a medias los manuales de Nikitin, Martha Harnecker o los monitos que los resumían, los de Rius. Eso había en la biblioteca, menos Rius. Quedó una inmensa laguna cultural y académica entre decenas de generaciones que no resolvieron sus traumas tomando Havana Club ni Stolichnaya, ya de adultos.

La universidad nunca creó esos cuadros políticos con ese adoctrinamiento que al parecer buscaba Rosalío (“intelectuales orgánicos”, resumía Rodolfo Borquez), para hacer la revolución, pero sí un montón de analfabetos funcionales.

Pero eso ya no lo platicamos con Arturo, que fue más de hacer desde que joven llegó de Coyuca de Benítez a Acapulco, y que recibió instrucción marxista del jefe de guerrilla Carmelo Cortés Castro, que no lo estudió en las aulas sino lo que pudo en las bibliotecas. Dio un gran salto de campesino en su pueblo, a sastre en el puerto y a la guerrilla, que era como un vislumbre universal. Hubo un rompimiento posterior entre Lucio y Carmelo, táctico, estratégico, de egos. Tampoco lo platiqué con Arturo, a quien lo perdí de vista y lo supe luego dirigente de trabajadores administrativos de la UAG, después trabajando un taxi de los amarillos, y a veces nos encontrábamos en el camión de Pie de la Cuesta (vivía en San Isidro), donde hablamos de lo que ya andaba, en movimientos por encontrar a desaparecidos y castigar a los responsables de la guerra sucia, que él padeció. Hace años intenté una novela con un personaje parecido a él a partir de una anécdota que me platicó: andaba comprando en el Mercado Central cuando oyó el grito de una viejita denunciando que la habían robado, ‘ese que va por allá’. Arturo lo sigue, lo alcanza y lo reduce a golpes. Llega la viejita y le dice, ‘creo que ese no es’. Y ahora el que sale corriendo es él y detrás la turba, recordaba carcajeándose. Me lo platica también en la novela, delante de unas cervezas, cosa que nunca sucedió, porque sospecho que siempre mantuvo esa austeridad que prohijaba Lucio y no Carmelo. Ese intento de novela quedó a la mitad por mi desorden. Aunque ortodoxo marxista no fue. En 1987 andaba en el PRT, los troskos, y una mañana me lo encontré en el Zócalo y me dijo que estaba preparando una ida a la ciudad de México, a un mitin a favor de la candidatura presidencial de doña Rosario Ibarra de Piedra, y en la tarde ya estábamos El Továrich y yo arriba de uno de los camiones viejísimos fletados y llegamos como nueve horas después (no había supercarretera) y no recuerdo por qué, terminamos dentro del contingente gay. Ah, vimos por primera vez a Carlos Monsiváis.

¿Será por eso ruski? Años después, ya en otras cosas como el periodismo, leí el libro de Ricardo Garibay (Acapulco, Grijalbo, 1978), donde éste intenta enjuiciar a Gallegos y lo confronta en la cárcel por el crimen de la empresaria Margarita Saad, a quien la guerrilla había secuestrado. “No, no fue así”, recuerdo que le contesta un Arturo jovencísimo en una foto tras las rejas al periodista y escritor.

Luego leo en Lucio Cabañas, el guerrillero sin esperanza, 1976, de Luis Suárez, el discurso del guerrillero que dio por navidades en la sierra y recuerdo: ahí debió estar Arturo. Arturo exorcisa después sus demonios de ese periodo y reafirma sus esperanzas y escribe un libro, La guerrilla en Guerrero (2004), que yo consigo cuatro años después porque nunca me lo regaló, donde, asunto de las neuronas adormecidas, muchas de las cosas que me platicó reaparecen y algunas de esas tenía recreadas en mi seminovela pero donde él siempre será, para mí (que soy un pinche renegado en ese esbozo), algo parecido a un héroe: un personaje sencillo, modesto, tímido pero de una gran fortaleza. Escribía él en la introducción: “Yo no me considero ni vencedor ni vencido, porque aún mantengo viva la esperanza de que se pueda instaurar el socialismo en México como única alternativa para que los de abajo tengan acceso a la educación gratuita, a la salud, a la cultura y a todas las cosas que les son vetadas en un sistema como el que padecemos ahora…”.

Fuerte Arturo. No se dobló ni delató. Pero hay, es cierto, accidentes humanos que nos hacen frágiles a todos.

 

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