Bolsita de té

Alan Valdez Cosas que la gente olvida   Son las seis de la mañana. El ritmo de siempre. Poner agua a calentar a fuego bajo. Buscar alguna bolsita...

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27 agosto,2022 5:19 am
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Alan Valdez

Cosas que la gente olvida

 

Son las seis de la mañana. El ritmo de siempre. Poner agua a calentar a fuego bajo. Buscar alguna bolsita de té. Enjuagar la taza de los restos del menjurje que sea que haya ocupado su cuerpo el día anterior. Disponer el sobre, después el líquido, y apreciar el humo. Espero a que ocurra la alquimia. Parecería un gesto instintivo el hecho de preparar infusiones, como si parte de lo que nos hace humanos fuera el acto de arrebatarle el sabor a las raíces, a las hojas y a las flores por medio del agua caliente. Al menos así se perciben las cosas que hacemos a diario ya sin preguntarnos de dónde vienen y quién determinó sus maneras. Pero como todo proceso en la narrativa humana, su tecnificación muchas veces fue inaugurada por un gesto fortuito que después fue domesticado. En el caso de la comida, primero fue determinar qué cosas eran aptas o tan siquiera no mortales para nuestro consumo antes de conquistar el arte de la cocina como rasgo identitario.

En las últimas décadas la hegemonía cultural ha propiciado que algunas cocinas nos generen distancia, extrañeza o hasta repulsión por contrastar con el establishment cuando se habla de consumir especies que no admitiríamos como comestibles, y una de las razones es que la masificación de las franquicias de comida han logrado estandarizar no solo los menús, sino nuestros hábitos alimenticios, pero si prestamos atención y nos alejamos del corrosivo ejercicio de tildar lo desconocido, asumiríamos que no hay territorios homogéneos en ningún sentido, mucho menos hablando de las costumbres culinarias. Aquí mismo en México entre norte y sur es fácil distinguir que en la variedad de ingredientes sobre la mesa hay algunos protagonistas que en una región son utilizados y en otros se discriminan porque para empezar o no nacen ahí, o no sobreviven, o simplemente no se consideran alimento.

Como dicen por ahí, no digas que no te gusta si no lo has probado. Aquí pienso en el Boshintang, la sopa de perro tan famosa en Corea del Sur, de la que se cuenta que por sus propiedades nutrimentales ayuda a los pulmones, a la piel, y hasta a tratar el cáncer, y a pesar de que fue señalado negativamente su consumo desde las olimpiadas de 1988 por el gobierno, siguen existiendo restaurantes, no clandestinos, pero sí ocultos de la vista de las asociaciones de maltrato animal americanas y europeas.

Debo decir que la historia de la comida ha estado acompañada de sangre, de quemaduras o de envenenamientos. La historia de la cocina es violenta, o siendo un poco menos drástico, contestataria. Aunque hoy, en este preciso momento la cocina y su historia, gracias a los supermercados y sus empaques plateados, nos parezca tan ajena, al grado de que nuestra relación con la comida solo se reduce al placer inmediato, al conteo de calorías, y en el mejor de los casos, a tener algo que echarle al estómago después de llegar del trabajo por la noche.

Mi té es de jengibre. Me gusta ese pequeño golpe de picor que deja en la lengua. A veces le agrego medio limón. Dicen que ayuda al sistema digestivo, al inmune, hasta para bajar de peso. Si alguna de esas bondades llega con él, no me voy a quejar, pero yo acudo al jengibre porque me gusta cómo sabe. Uno no tiene que explicarse tanto.

Sintonizo las noticias mientras espero a que el té se enfríe un poco. Nombres que no voy a recordar nunca, otros que sí. Estadísticas y deudas económicas que me costarían diez mil años, no acumular, sino gastar. Políticos dándose la mano y guardando el filero en la otra. Mi relación con las noticias trato de que sea lo más responsable posible porque eso es lo que se supone que debe hacer uno como ciudadano, pero hay días en que no puedo resistirme a la generalización de que todo lo que ocurre, a su modo, ya había ocurrido, y entonces su gravedad se vuelve indiferencia, y la indiferencia acaba por mutar en hastío. Humanos repetitivos. En vicio y en virtud, es nuestro sino, pero a la vez nos ayuda a habitar esta hora, en este mundo. Qué más evidencia de eso que mi té matutino de todos lo días. Algo me da la repetición. Seguridad de que las cosas no cambian. Por eso todos usamos el mismo nombre a lo largo de la vida (con sus respectivas excepciones).

Debo decirles que hasta esta mañana no le había prestado honesta atención a las frases que traían las bolsitas de té. Supongo que me habían parecido llenas de un excesivo optimismo que empalaga por rayar con lo obvio o con lo ingenuo, y que no necesitaba leer a primera hora de la mañana porque no es bueno aumentar drásticamente los niveles de glucosa tan temprano con citas como El único modo de hacer un gran trabajo es amar lo que haces acuñada a Steve Jobs. Lo sabemos, Steve, pero el amor y todas sus manías están sometidas a un juicio interminable en este siglo que es difícil determinar qué es lo que se ama, y ni que decir de la ambición de plantear la torpe pregunta de cómo se ama en medio de una sala con luces tenues. Al menos yo no tengo una mínima idea de cómo dar una posible tentativa de respuesta. ¿Quién la tiene?

Pero la bolsita del té este día tiene en la etiqueta un verso de Emily Dickinson, que dice, La belleza -no se causa- es – . Dejo la taza en la mesa antes de salirme para el trabajo. La pongo ahí al lado de las frutas ya con signos de oxidación irremediable en la mayor parte de la cáscara. Sí, por que eso les pasa a las frutas, pero que en realidad fueron llevadas a la descomposición por mi falta de compromiso con ellas. Ojalá me perdonen, trato de ser saludable, pero se me olvida. El verso se queda conmigo un rato. O yo me quedo con él. Y lo repito mientras veo por las ventanas del camión algo que me haga entender qué es lo que quiso decir Emily. No lo consigo.

Regreso. Son las diez p.m. y tengo mojados los zapatos. Es decir, los calcetines. Y lo primero que hago es meterme a bañar. Eso me decían de pequeño cada vez que me mojaba. Algo de los resfriados y de que el frío siempre se mete por los pies. Yo de niño solo pensaba que los pies eran el lugar más extraño de mí cuerpo para ser utilizado como entrada. Ahora que mi relación con mi cuerpo es otra, podría proponerle al niño de nueve años que en definitiva existen lugares muchísimo más raros por donde si entra el frío, y que uno no puede hacer nada para evitarlo.

Salgo de la regadera. Ya es algo tarde, pero se me antoja un té para acomodar mi temperatura.  Repito la coreografía matutina, y el agua se queda esperando la ebullición. Antes de enjuagar la taza, veo la pequeña etiqueta. La belleza -no se causa- es -. Me pongo a buscar el poema completo en internet. Lo encuentro, es el 516 según la nomenclatura cronológica del académico Thomas H. Johnson acotada en su libro The Poems of Emily Dickinson publicado en la editorial Harvard University Press en 1955.

Soy así de específico porque hay dos órdenes canónicos respecto a los casi 1,800 poemas que escribió la poeta norteamericana desde su habitación en Amherst, Massachusetts, desde 1850 cuando estaba por cumplir veinte años hasta el invierno de 1885 cuando redactó en su cama el último texto ya enferma de nefritis. Murió el 16 de mayo del año siguiente después de estar en coma por sesenta horas. El otro compendio exhaustivo es el de Ralph W. Franklin publicado en 1995, y el número del poema en ese caso sería el 654. En fin, detengo las minucias porque suena la tetera. Pequeño sonido que cada vez que lo oigo me hace pensar en Pedro Picapiedra surfeando por la cola de un brontosaurio para brincar a su troncomóvil, dirigirse a casa, recoger a Vilma, Pebbles, Dino, y un tigre dientes de sable que no recuerdo cómo se llama, y luego ir por su amigo Pablo, Betty y el pequeño Bam-Bam para llegar al cine al aire libre. Tremendo plan después del trabajo. Lo envidio un poco. Pero mi mente regresa al verso de Dickinson.

-no se causa- es. Resuena en mi cabeza hasta que solo queda el ¨es¨ deambulando como un sonido tan viejo que pareciera que siempre formó parte de mí. Y enumero todas las veces que puedo recordar en que he sido testigo de la belleza de alguna u otra manera. Una tarde en la playa del CiCi donde estaba con mis hermanos y llovía. Aquella vez en tercero de primaria que me encargaron sembrar una semilla de frijol en algodón con alcohol y después de unos días empezó a crecer una planta. El verde de esa planta. La forma en que los patos aterrizan sobre el hielo de los lagos congelados. El vaho saliendo de la boca en diciembre antes de dar el abrazo de año nuevo. Las mañanas tan quietas de año nuevo. Una gota de sangre en un microscopio. Un pez vela saltando como un primer bailarín ruso afuera del Kremlin en un video que vi hace unos días en YouTube porque nunca he estado en Rusia. El agua de coco vertiéndose en el vaso. El amarillo de un mango con limón, sal y chile de los que venden en la playa de Icacos. Escuchar las Gymnopédies de Erick Satie mientras iba en un Ómnibus de México cruzando alguna parte del desierto de Sonora. La forma en que la luz entra por las ventanas de los cuadros de Edward Hopper. El mismo verso de Emily Dickinson que dice La belleza -no se causa- es -.

Y de todas estas cosas me percato de que no hay ninguna relación aparente que las haga coincidir más allá de que comparten un presente en este texto como evidencia de que he sido interpelado por lo que yo creo se denomina belleza. Sin embargo, detectivescamente indago en cada una de esas sensaciones, y asumo que la primera condición de todas ellas es que siempre fui espectador, de que fui invadido por cada una sin su permiso, de que yo no procuré su voluntad en mí, y que solo fueron y yo fui con ellas hasta el grado de pensar que no había más presente que ese momento en el que interactuaba con esas situaciones y objetos. Un presente absoluto donde ya no cabía nada. Por eso dice Emily que no se causa. Es. No existe pasado ni futuro.

Termino mi taza. Trae otra fastidiosa cita motivacional. Por la ventana cae una lluvia, y algunas gotas resbalan por el vidrio. Ahora el cristal parece la geografía de un país que jamás he visitado. Y por alguna razón que no puedo decirles, todo, en este presente, tiene un poco más de sentido.

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