Debate presidencial: sepultureros que se creían comadrones

Gibrán Ramírez Reyes

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25 abril,2018 7:01 am
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A LA CARGA
 
Gibrán Ramírez Reyes
 
Tras una noche de confusión, el panorama empezó a aclararse para todos. Desde las alturas del olimpo se escuchó una voz grave, engolada además, que con tono severo explicaba qué fue todo eso que pasó: “La democracia mexicana dio un gran paso ayer”, dijo la Autoridad Intelectual. “Nació la cultura del debate” –y expidió, en ese acto, el certificado de nacimiento–. Así tuiteó Enrique Krauze, y esta era la punta de hilo que se necesitaba para desenredar la madeja. Su claridad da pie para analizar el profundo significado del debate.
Había pensado yo, quizá erradamente, que la cultura del debate había sido la más dañada en el ejercicio del domingo, y que lo que brilló por su ausencia fue la razón pública. Me había parecido que nadie fue a discutir sus ideas y que todos fueron a devaluar la palabra, a causar efectos, a dar show –o a evitarlo–. Un señor que llegó con una bala, diciéndose víctima, quiso tal vez para generar empatía, capitalizar el dolor de las víctimas y, una vez logrado el objetivo, el siguiente paso era aprovecharlo, proponiendo más dolor y más víctimas: escuelas militarizadas, castigos físicos a los educandos, penas de mutilación corporal, más policías, más balas. (El lunes mismo apareció un cadáver en Acapulco reivindicando tal idea). Viendo que propone hacer lo mismo que nos ha traído hasta aquí –sólo que más radical, más profunda, más violentamente–, uno pensaría que a El Bronco no le interesan las víctimas sino, sabiendo su victoria imposible, comer puntos porcentuales a sus adversarios para después venderlos al mejor postor y pagar con ello a quienes mandaron al Tribunal Electoral ponerlo en la boleta.
Tampoco pensé que formara parte de la cultura del debate inventar cifras y hacer ensaladas de ataques tramposos y efectistas con cuestionamientos legítimos. En la mentira abierta se distinguió Ricardo Anaya, el mismo que dijo que había visto a Barreiro sólo episódicamente, pero tuvo que aceptar que lo conocía un poquito más cuando apareció bailando, empelucado, en su boda. Dijo, esta vez, que los secuestros habían aumentado con Andrés Manuel López Obrador en la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, que la inversión había disminuido durante ese periodo, que AMLO militaba en el PRI en 1988. En los tres casos, se trató de mentiras, acreditadas ya. Verificado 2018 evidenció el uso tramposo de las cifras que hizo Anaya, quien torturó a los números para que dijeran lo que quería oír. Entre tanta trampa y show retórico, las críticas válidas, como el hecho de aceptar a Alfonso Romo como uno de sus principales asesores sin mediar alguna crítica o cambio manifiesto con el pasado, desmerecieron.
No hay algo mejor que decir de José Antonio Meade, que atinó a atacar, a mentir también, a seguir con disciplina lo que sus asesores le dijeron. Lo hizo, por cierto, el mismo día que se reveló con lujo de detalles, en el semanario Proceso, que Meade contribuyó a la desaparición de 12 mil millones de pesos desde la Secretaría de Desarrollo Social, lo que en un país normal sería un escándalo descomunal. En este caso, repitió lo que The Wall Street Journal publicó en años pasados: que López Obrador tenía tres departamentos y que no los había mostrado en su declaración patrimonial. El WSJ, cabe recordar, tuvo que retractarse y disculparse, tras la demostración de que los inmuebles en cuestión efectivamente habían sido heredados a los hijos de López Obrador. Esto lo sabía Meade, como Anaya sabía que AMLO militaba en el Frente Democrático Nacional en 1988, pero de todas maneras mintieron con descaro porque la verdad no es algo que importe en la nueva “cultura del debate”. Distinguieron al ejercicio la mentira, el espectáculo, las estadísticas amañadas, y por ahí, como por accidente, críticas válidas contra López Obrador y algunos de los otros contendientes. Al parecer eso, más parecido a la demagogia, y la necesaria reacción social, es lo que puede llamarse cultura del debate.
Podría ser, o podría ser que quienes así opinan se equivoquen. Podría ser que quienes se sienten parteros de una nueva cultura sean más bien sepultureros de la ilusión del predominio de las formas. Puede ser que confundan el llanto de alumbramiento con los quejidos de la agonía. Y no es que el INE lo haya hecho mal, al contrario: el formato del debate cuajó, y el espectáculo fue visto por millones de personas. Pero un formato mediático no garantiza que prime la verdad sobre la mentira, el juicio crítico sobre el ataque banal, la deliberación democrática frente al griterío inescrupuloso. La forma no es fondo, como creyó Jesús Reyes Heroles y después los arquitectos de la “transición a la democracia”.
Las leyes, los procedimientos, las formas mediáticas de la democracia, no nos llevaron a una democracia liberal en forma, aunque en los momentos más brillantes de su primera época se pareciera. Esta falta de contenido, este olvido de la ética más elemental, es lo que ha traído por sus fueros un reclamo a la democracia realmente existente. Y por eso, es más valioso el debate que se da a nivel social, en otros formatos, donde la verdad y una nueva moral republicana lucha por abrirse paso. Más sensato, desde su propio pedazo del olimpo, Héctor Aguilar Camín, otro meditabundo mandamás, sentenciaba: comienza la nueva democracia mexicana. Su mayor reto, quizá, si no queremos acercarnos a un régimen menos pluralista, será que la moral pública y las formas de la democracia tiendan a coincidir. Y para eso hará falta un debate público real, leal. Sería buena idea ir desterrando los fantasmas, por responsabilidad y atendiendo a la salud republicana del futuro.
 

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