Inundar a los mexicanos de segunda para dar de beber a los de primera

Eugenio Fernández Vázquez

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9 abril,2018 6:56 am
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RAZONES VERDES
 Eugenio Fernández Vázquez
 
En México, la vida de unos vale menos que la de otros. Específicamente, la vida de los campesinos vale mucho menos que la vida de los habitantes de las ciudades. A pesar de que la huella ecológica de los primeros sea mucho menor que la de los segundos, y de que al menos en principio ambos son iguales ante la ley, gobiernos de los tres órdenes están siempre dispuestos a destruir la vida de los habitantes del campo para satisfacer los enormes índices de consumo de la población urbana. Eso es lo que está ocurriendo con la presa El Zapotillo, en el Bajío, como antes ocurrió con otros megaproyectos.
En México, el agua es un recurso cada vez más escaso, y esta situación no hará más que agravarse conforme se haga peor el cambio climático. Sin embargo, aunque hoy sea más grave, éste no es un problema nuevo. El país tiene una enorme experiencia haciendo malabares con el agua para repartirla entre la agricultura y la ganadería, la minería, la generación de electricidad y el abasto a las ciudades. Esa experiencia ha mostrado que, si las políticas públicas se centran en la construcción de infraestructura, ésta nunca es suficiente. Siempre hacen falta cortinas más altas y más caras.
El caso de la presa El Zapotillo es ejemplar. Esta obra, que se está planeando desde 1995, debería nutrirse con agua del río Verde, en Jalisco y Guanajuato, y con ella dar de beber a León y a la zona metropolitana de Guadalajara. Si se terminara el proyecto como se planeó –con una cortina de 105 metros de altura–, se inundarían casi 5 mil hectáreas en las que hay tres poblados: Temacapulín, Acásijo y Palmarejo, que viven fundamentalmente de la agricultura y que tienen varios siglos de historia.
La Comisión Nacional del Agua (Conagua) anunció estos días que la cortina de la presa quedará a 80 metros de altura, pero eso salva sólo a dos de los tres poblados. Temacapulín sigue en riesgo de desaparecer.
La justificación para destruir esos pueblos la han repetido los funcionarios de la Conagua una y otra vez: como se beneficiará a más de 2 millones de personas, no hay problema en perjudicar a unos miles.
Ese razonamiento tiene varios problemas.
Uno es que está bien sacrificar el campo para que las ciudades tengan agua. Ante eso, cabría preguntarse por qué la forma de vida de los habitantes de las ciudades vale más que la de los campesinos, y resaltar que la pérdida de modos de vida, la pérdida de historia y el sacrificio de unos mexicanos para satisfacer a otros nos deja a todos peor que antes. Es muy difícil construir un mejor país si el futuro de unos se construye pisoteando el de otros.
Un segundo problema está en que la solución que plantea Conagua es apenas pasajera. La presa El Zapotillo permitiría abastecer de agua a León y Guadalajara apenas por tres décadas. Eso quiere decir que las generaciones actuales no sólo estarían pasando el problema a sus hijos sino que tendrían que volver a resolverlo después. Y en 30 años, ¿a quién le van a quitar el agua para beberla ellos? Eso no es sostenible bajo ninguna óptica.
Un tercer problema está en que Conagua parte de que la infraestructura es la única solución al problema del agua, cuando hay muchas alternativas, que deberían combinarse. Una primera es reducir el consumo de agua en las grandes urbes, que tienen índices de desperdicio verdaderamente escandalosos. Otra es dejar de invertir en inundar poblados y comenzar a hacerlo en limpiar y reusar el agua que ensucian las ciudades. Una tercera es captar el agua que llueve sobre los entornos urbanos, que hoy se va directamente al drenaje, aunque puede complementar el abasto.
En México, en demasiadas ocasiones, se piensa en megaproyectos que desperdician el dinero y pasan por encima de unos mexicanos para beneficiar a otros. Es momento –lo es desde hace mucho– de buscar alternativas más baratas, más justas, más innovadoras y verdaderamente sostenibles.

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