México-Estados Unidos: la integración silenciosa

Independientemente de la coyuntura y el discurso, las fuerzas que acercan a los dos países “serán en última instancia más vigorosas que cualquier decisión que tomen los políticos...

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15 julio,2018 9:17 am
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Independientemente de la coyuntura y el discurso, las fuerzas que acercan a los dos países “serán en última instancia más vigorosas que cualquier decisión que tomen los políticos en Washington o la Ciudad de México”, tal es el planteamiento introductorio del académico Andrew Selee en su nuevo libro Fronteras que se desvanecen. Las fuerzas que impulsan a México y Estados Unidos a unirse.

Texto: Lucia Luna / Agencia Proceso
Foto: Cuartoscuro
Ciudad de México. Muchos mexicanos asentados en Estados Unidos, o sus hijos ya nacidos en aquel país, sufren los embates, las agresiones, la discriminación de los estadunidenses blancos que son la base electoral de Donald Trump. Pero lo que muy pocos de ellos ven –y que el académico Andrew Selee ha analizado durante décadas– es que la economía del país del norte tiene mucho que agradecerle a México: hoy es casi imposible, según el especialista, viajar en un automóvil, autobús, tren o avión que no tenga partes hechas en este país, sin contar que los mercados del pan o de la leche, por ejemplo, ya están controlados por Bimbo o Lala.
Como otras localidades pequeñas de Pensilvania, Hazleton votó en 2016 mayoritariamente por Donald Trump. Decenios de deterioro económico, pérdida de empleos y presiones migratorias pesaron en el ánimo de sus habitantes para optar por el America First.
Paradójicamente, desde hace unos años la inversión y migración foráneas –sobre todo de México– le imprimieron un nuevo auge. Pero no bastó para superar los prejuicios.
A unos 3 mil kilómetros de la frontera con México, pero cerca de Nueva Jersey y Nueva York, Hazleton y su actividad minera y textil constituyeron un imán para inmigrantes pobres de Irlanda, Italia y el este de Europa a principios del siglo XX. Pero a finales de los cincuenta, con el cierre de las minas, la ciudad comenzó a decaer hasta convertirse en una sombra de sí misma al concluir los ochenta.
Luego, a mediados de los noventa, tuvo una nueva oportunidad. Ubicada en el cruce de dos autopistas estratégicas, un grupo de negocios denominado CanDo abrió en ella un parque industrial y, con incentivos fiscales, atrajo a grandes compañías nacionales e internacionales. Llegaron Amazon y Cargill; pero también las mexicanas Bimbo, Mission Foods y Arca Continental, que instalaron ahí algunas de sus mayores plantas.
La economía local se revitalizó y se abrieron nuevas fuentes de trabajo. Pero Hazleton también volvió a ser un atractivo para la inmigración; sólo que esta vez para los hispanos, sobre todo los mexicanos. Así, si estos sumaban en 1990 apenas 4%, en 2010 ya eran 37% y hoy son alrededor de 50%.
Restaurantes, tiendas y toda clase de pequeños negocios de recién llegados de ascendencia latinoamericana llenaron de movimiento, color, sabores y nombres hispanos las vacías calles de la abandonada villa minera. Pero si bien los residentes locales, descendientes de las anteriores migraciones, reconocieron que su ciudad había vuelto a crecer económicamente al igual que su población, no por ello se sintieron cómodos con las nuevas presencias y los cambios que traían.
Entre el ajetreo, la música, la comida y las voces en español, muchos se percibieron ajenos en sus propias calles; y las tensiones sociales y culturales crecieron hasta estallar en actos violentos que rompieron la convivencia. Tanto, que en 2006 Hazleton se convirtió en el centro del debate nacional sobre la inmigración y las relaciones de Estados Unidos con México, al ser la primera ciudad en aprobar ordenanzas locales que prohibían contratar o rentar vivienda a migrantes indocumentados.
Y algo similar ocurrió en todo Estados Unidos. Muchos pueblos y pequeñas ciudades crecieron a partir del 2000 bajo el influjo de los inmigrantes y sus hijos nacidos en suelo estadunidense. Ello ayudó a revertir su declive, pero no pudo impedir que se dieran tensiones entre sus antiguos y sus nuevos residentes.
Tal es el planteamiento introductorio del académico Andrew Selee en su nuevo libro Fronteras que se desvanecen. Las fuerzas que impulsan a México y Estados Unidos a unirse (Public Affairs, New York). Su conclusión es clara: independientemente de la coyuntura y el discurso, esas fuerzas que los acercan “serán en última instancia más vigorosas que cualquier decisión que tomen los políticos en Washington o la Ciudad de México”.
Imbricación silenciosa
Director fundador del Instituto México del Centro Wilson y actualmente presidente del Instituto de Políticas Migratorias, ambos en Washington, Selee, quien está casado con una mexicana, es un estudioso de la relación bilateral, sobre la que ha escrito otros libros, como Estados Unidos y México: las políticas de la asociación o los retos democráticos de México.
Pese a que elige como punto de partida este escenario conflictivo en la gradual integración de Estados Unidos y México, el también profesor de las universidades Johns Hopkins y George Washington señala que, según las encuestas, la gran mayoría de los estadunidenses manifiesta una opinión positiva hacia México y los inmigrantes mexicanos, pero todavía entre un cuarto y un tercio sigue manteniendo una negativa; muchos millones de ciudadanos, que constituyen la base electoral de Trump.
Selee destaca también que, a contracorriente de estos prejuicios, a partir de 2007 ha habido una marcada disminución en el número de migrantes mexicanos indocumentados y, en cambio, un fuerte ascenso del flujo de capital financiero de sur a norte, a través de grandes compañías mexicanas que están invirtiendo al otro lado de la frontera.
“Más y más productos de los que dependen los estadunidenses son fabricados por compañías mexicanas en Estados Unidos”, explica Selee, y dice como ejemplo que hoy en día es casi imposible viajar en un automóvil, autobús, tren o avión que no tenga partes hechas en México, dada la integración de la cadena productiva en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Pero también hay una gran participación de capital y personal calificado mexicano en áreas de alimentación, energía, tecnología, seguridad y entretenimiento. “Todas estas compañías, que contratan a trabajadores locales para proveer bienes y servicios, son actores destacados en cada una de estas industrias, pero tal tendencia ha quedado casi completamente fuera del radar de la vida estadunidense”, apunta el académico.
Consecuentemente, más que una investigación académica, en su libro Selee presenta a lo largo de 300 páginas una sucesión de historias personales o casos ilustrativos, que dan idea de cómo se vive, fuera de este radar, la integración silenciosa de mexicanos y estadunidenses a ambos lados de la frontera. Y, sobre la marcha, intercala datos y cifras que permiten ubicar cada situación particular dentro del contexto general.
Tijuana-San Diego: la conexión
Un caso paradigmático es el progresivo desarrollo de un área metropolitana única entre San Diego y Tijuana, ciudad fronteriza mexicana donde el autor vivió y llevó a cabo algunos de sus primeros estudios sociales después de terminar la universidad.
Hasta hace poco una urbe caótica, plagada por la pobreza y la violencia, a la que sus vecinos sandieguinos temían ir o lo hacían sólo para “reventarse”, Tijuana ha resurgido tras el cierre de las maquiladoras al concluir el milenio, para convertirse en un boyante polo tecnológico, integrado principalmente a la cadena productiva de implementos médicos y equipos de comunicación, ya existente en San Diego.
Junto con esta producción se desarrolló una ascendente clase media, que a su vez requirió de nuevos bienes y servicios en otros ramos, destacando su oferta gastronómica y también la creación de espacios culturales y recreativos. Y también se gestaron iniciativas binacionales como Tijuana Innovadora; la Coalición de la Frontera Inteligente, que busca agilizar los cruces fronterizos; y hasta reuniones periódicas de autoridades de ambos lados de la frontera, para abordar problemas comunes.
El culmen de toda esta expansión ha sido la conexión aeroportuaria entre Tijuana y San Diego. Imposibilitado por cuestiones de espacio para ampliar su propio aeropuerto, el gobierno sandieguino exploró la posibilidad de utilizar el de su vecino. La solución: construir un puente sobre la oxidada cerca metálica que divide a los dos países.
Tras unos años de negociaciones, en diciembre de 2015 los alcaldes de ambas ciudades inauguraron el puente peatonal que las une y fue construido por inversionistas privados mexicanos y estadunidenses. Autoridades migratorias y aduanales binacionales controlan los cruces, mientras gigantescos aviones aterrizan y despegan de las pistas tijuanenses.
Más conocida es la integración de las dos economías en lo que se denomina “plataforma de producción compartida”, y en la que México juega sobre todo el papel de proveedor de “bienes intermedios”; es decir, de partes que después se integran a cualquier cantidad de artículos terminados que utilizan todos los días los estadunidenses. La mayoría empero no está consciente de esta participación mexicana y, mucho menos, de su contribución directa a la economía local.
(En la imagen: Residentes de Tijuana acudieron el pasado 4 de julio a un costado del muro fronterizo sobre la playa para observar el espectáculo de fuegos artificiales que fueron lanzados a kilómetros de distancia en la bahía de San Diego, California, con motivo de la celebración del Día de la Independencia de Estados Unidos. Al lugar asistieron una gran calidad de familias, muchas de ellas deportadas de Estados Unidos. Foto: Cuartoscuro / Archivo)

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