Mujeres indígenas; una crónica de dolor y esperanza de justicia

Kenia Inés Hernández Montalván-

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29 mayo,2018 7:07 am
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Kenia Inés Hernández Montalván*
 
(Segunda de tres partes)
Fue larga la espera, y más larga la charla con las autoridades del lugar, intentando que les quedara claro que una cosa son usos y costumbres, y otra muy distinta los delitos. “Es que aquí se acostumbra a vender a las mujeres, aunque se case uno por amor, y, pues, el abuelo fue el que pagó, y ahora él pide que le regresen su dinero que pagó, y como no se lo regresan, pues, entonces dice que él se queda con el nieto”.
O sea, “secuestro”, dije, rabiando, junto con los compañeros. La autoridad citó al abuelo referido, y llegó. Aún retumban en mis oídos sus primeras palabras cuando tomó la palabra en castellano: “Ella –señalando a Mary– vale 105 mil pesos, son los que pagué por ella; ahora, ella se fue de la casa, así que ni modos. Si ya la perdí, ni modos, yo me quedo con mi nieto. Estoy dispuesto a perder a mi nieta, que se quede con ella, pero el niño me lo quedo yo”.
Casi explotábamos del coraje, de rabia por esa violencia contra la mujer. Tuvimos que recordar que es la idiosincrasia en la que viven, el pensamiento que le inculcaron de antaño. Intentamos, entonces, razonar con el anciano sobre la igualdad entre hombres y mujeres. El señor se aferró. Le dijimos que eso se llamaba secuestro, trata de blancas, y que si no se resolvía allí, podíamos iniciar un procedimiento jurídico que podía acabar con él en la cárcel. Estaba dispuesto a todo, pero no a entregar al niño.
Fue hora de discutir el asunto con las autoridades locales para que actuaran en contra de ese obstinado señor, pues no era cuestión de pedirle permiso, había una madre con derecho de estar con su hijo, y a eso habíamos ido, a hacer valer ese derecho. Los ánimos se calentaron, mi advertencia –como comisionada de derechos humanos de la Casa de Justicia donde Mary presentó su demanda– fue: si no hacían nada para garantizar los derechos de esa mujer y de su hijo, actuaríamos en contra de las autoridades locales también, pues la omisión es un delito.
Estábamos conscientes de que se podía dar un enfrentamiento violento con los familiares del abuelo, y aun en caso de salir ilesos de la comunidad, Mary y sus hijos no estarían a salvo; en cualquier momento aquellos iban a intentar arrebatarle nuevamente al niño en su nuevo domicilio.
Después de largas horas de discusiones, llegamos al acuerdo de que en una semana regresaríamos por el niño. Estarían los padres del esposo de Mary (quien estaban fuera del estado, trabajando en el corte de chile) con quienes se llegaría al acuerdo y se levantaría un acta que le garantizara a ella que no la molestarían. Era todo lo que pedía la autoridad local, que estuvieran presentes los padres del esposo.
Claros de que eso, que en sí constituía otra violación más a sus derechos, lo cual se lo hicimos ver, accedimos por la paz que eso le garantizaría a Mary. Nos venimos, ella desconsolada, llorando imparable en el camino. No encontrábamos las palabras para consolarla y darle la seguridad de que la próxima semana iríamos a lo seguro, y que era lo más viable esperar unos días para garantizar su paz y tranquilidad, y evitar así enfrentamientos futuros. Parecía haberlo entendido.
Nos vimos un par de veces más, nos acompañó en actividades de la Casa de Justicia: allí fue donde mirábamos su mirada lejana, perdida en el horizonte, como si allí pudiera mirar aunque sea de lejos a su hijo. Al comunicarnos con ella para confirmar la ida a la comunidad, recibimos la noticia de sus familiares de que ella había regresado a esa comunidad de su terror; “convencida” por los suegros de que la mejor opción era que regresara con el esposo, que era “lo mejor” para que así sus hijos crecieran con su papá y ella no estuviera lejos de ellos.
 
* Comisionada de Honor y Derechos Humanos de la Casa de Justicia de Cochoapa del municipio de Ometepec, integrada al Consejo Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC).
 

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