Prima donna / 2

Anituy Rebolledo Ayerdi

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29 noviembre,2018 7:36 am
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Anituy Rebolledo Ayerdi

Carmen Romano de López Portillo, la prima donna de México

De modas
Mientras el presidente José López Portillo cuidaba el peso con celo canino o bien preparaba a los mexicanos para la abundancia por la vía del oro negro, su esposa, Carmen Romano de López Portillo, la prima donna del país, supervisaba en Acapulco las actividades del Centro de Convenciones de Acapulco (CCA). Ayer, Centro Internacional Acapulco (CIA). ¿Cómo se llama hoy?
Las instalaciones construidas en tiempo récord por el arquitecto Pedro Moctezuma Díaz Infante, para una convención mundial de turisteros comprometida por el ex presidente Miguel Alemán Valdés, operaban a toda su capacidad. Semejaba una ágora refulgente con oferta amplia y diversa de servicios turísticos y culturales: teatro, cine, folclor, pintura, música, cabaret, librería, discos, ferias, artesanías y aquél día un duty free para hacerle la competencia a Tepito.
Fue precisamente durante la inauguración de este último establecimiento donde la señora Romano de López Portillo dio muestra de no ser –arpía– como la pintaba la voz de la calle. Ni caprichosa, ni arrogante.
La primera dama desciende de su vehículo en medio de una nutrida concurrencia. El anunciador oficial la presenta con gritos, como presentaría a La Tariácuri en el palenque de Bajos del Ejido. La señora agradece los discretos aplausos con una hermosa y displicentesonrisa. Camina con paso soberano hacia al lugar de la ceremonia. Poco antes de llegar –surprise!– la sonrisa se torna mueca grotesca y sus verdes ojazos casi abandonan sus órbitas. Como si hubiera visto una aparición. ¿Qué vio doña Carmen?
Ahí enfrente está Bella Hernández Felizardo, jefa de prensa del gobierno del estado, quien por un extraño capricho de la moda viste ropas idénticas a la prima donna. ¿Hay algo más que pueda ofender tanto a una mujer? No se trata de un vestido más o menos parecido por el color o algún detalle específico. ¡Es el mismo vestido! Un modelo Pancaldi color lila con limón cuya casa matriz, italiana, debió haber vendido como único y exclusivo.
–¡Aguas, Bella! –alerta Raúl Cordero. No deben tardar los guaruras de la señora en pedirte que abandones el lugar. Así se las gastan estos cabrones. Equivocado.
La señora de López Portillo, superado el impacto que seguramente la desconcierta, amén de la rabia por el artero fraude, vuelve a su actitud inicial. Cumple con el corte del listón del dichoso duty free y luego desaparece.
Se anuncia que el programa de actividades para esa noche continuará después de un breve descanso de la prima donna. Y en efecto, una hora más tarde reaparece tan deslumbrante como siempre. Ha mudado de ropa e incluso de maquillaje. Su nuevo vestido es francés de la casa Saint Laurent, color fucsia. Lo complementa, según su costumbre, con una pañoleta a la bandolera del mismo tono y vivos verde esmeralda. A ver si este también lo tienen, parece retar la señora.
Piano, cine y plata
Doña Carmen Romano era concertista, aunque no ofrecía recitales públicos, mantenía la férrea disciplina reclamada por el piano. Ensayo diario durante varias horas, ejercicios de extensión de manos, remojo de las mismas en aceite de oliva, dominio de gestos, arqueo de las cejas y un montón de obligaciones extravagantes para el mortal común.
El piano será entonces el motor de los primeros encuentros de la prima donna con el desafiante viperinaje nacional. La costumbre de cargar con el suyo de cola a todas partes, incluido el extranjero, se calificará como un capricho absurdo, además de una escandalosa sangría para el erario público. En Acapulco tuvo uno reluciente e inamovible.
Música aparte, se recuerda en el puerto cuando elementos de la escolta presidencial irrumpieron en el cine Playa Hornos para secuestrar los rollos de una película en plena exhibición. “La señora López Portillo desea verla ahorita mismo en el cine Centro e incluso tiene invitados a la función”. El argumento de aquellos bárbaros se sumará a la larga lista de agravios populares contra la “primera trabajadora social de la nación”. Y así les irá.
En aquellos tiempos, cuando los perros no le ladraban a la luna pero sí al peso, los orfebres de Taxco se mostraban generosos con el régimen. Llegó a significar un honor para ellos que sus obras maestras –vajillas, cubiertos, candelabros, etc.– se usaran alquiladas o prestadas durante las cenas presidenciales de fin de año en Acapulco. ¡Y cómo no!, si desde el primer año se hizo costumbre de que ninguno de aquellos objetos retornara a las vitrinas taxqueñas. El gobierno del estado se veía entonces obligado a cargar con la cuenta. Que no le busquen, se defendías los encargados de la residencia, entre los invitados y el Estado Mayor arronzan hasta con los ceniceros.
Dipsomanía
Nadie nunca le notó cuando prima donna su dipsomanía. Alegre y chispeante eran los adjetivos para ella de quienes formaban su moderna corte imperial. Será hasta después de que abandone la Casa Blanca, cuando Betty Bloomer Ford asuma realmente su adicción al alcohol y a las pastillas.
A la esposa del presidente número 38 de Estados Unidos, Gerald Ford, relevo del defenestrado Richard Nixon (1974), se le presenta una siempre pospuesta oportunidad de viajar con sus dos hijos a Acapulco. ¡Ah, el tequila, las margaritas!, fue su primer pensamiento, no obstante ser esclava del martini seco.
Un amigo de la familia le advierte a la señora sobre los riesgos de un viaje al exterior sin la compañía de Gerald. En Acapulco las cosas podrían salirse de control –you know?–. Debes tener siempre presente tu condición de prima donna de los Estados Unidos de América, le recuerda.
Betty Ford participa en los preparativos del viaje a Acapulco pero un día desconcierta a sus hijos con el anuncio de que no los acompañará. Ella viajará sola a Long Beach, pero no de vacaciones. Allá se incorporará a un grupo de Alcohólicos Anónimos, con presencia mayoritaria de marineros.
Durante muchos años la señora Ford se dedicará a luchar contra su alcoholismo y el de otros. “No pretendo rescatar a quien no desea ser rescatado”, advierte en su biografía. “Sí pienso, añade, que es importante establecer con cuánta facilidad cae uno en una dependencia, ya sea de alcohol o de pastillas, y cuán difícil es admitirla y todavía más difícil vencerla”.
Betty Ford no dudará entonces llamar tontos a quienes prefirieran viajar a Long Beach en lugar de Acapulco
¿Al fin solos?
Futura pareja presidencial estadunidense, Jackie y John F. Kennedy disfrutan su luna de miel en la residencia del ex presidente Miguel Alemán, en Puerto Marqués. Mucho después lo harán Hillary y Bill Clinton, ellos en el hotel El Mirador.
La prima donna más distinguida y famosa de Estados Unidos guardó de aquella semana los más hermosos recuerdos del puerto, aunque…
–John y yo jamás pudimos pronunciar la frase tradicional de “¡al fin solos!” Estuvimos rodeados permanentemente por un centenar de empleados e incluso muchos soldados como los de las películas de Pancho Villa.
Años más tarde, en 1962, cuando los Kennedy visiten nuestro país ya como inquilinos de la Casa Blanca, corresponderán las atenciones de sus anfitriones el presidente Adolfo López Mateos y doña Eva Sámano, con una cena en el hotel María Isabel, en la Ciudad de México. Allí, el mandatario estadunidense escandaliza a la diplomacia ortodoxa al pedir a su esposa Jackie ofrecer el acto.
La señora Bouvier de Kennedy hablará de su cariño por México y todo lo mexicano, así como de sus visitas a Acapulco; la primera con su hermana y la segunda con John para disfrutar de su jánimun.
–Mi esposo y yo –recordó– analizamos frente a un mapamundi todos los lugares de la Tierra que nos gustaría visitar juntos por primera vez y muy pronto coincidimos en México, Acapulco, se entiende.
Carlota Amalia
El Paseo de la Reforma de la Ciudad de México llevó inicialmente el nombre de Calzada del Emperador. Comunicaba al Castillo de Chapultepec con el Palacio Nacional, constituyendo la ruta diaria del archiduque Maximiliano de Habsburgo. La idea de abrirla (¿Les champs Elysees?) fue de la emperatriz Carlota, pero no por razones urbanísticas sino muy personales, según la maledicencia.
Carlota Amelia de Bélgica –la recuerda Blasio, el secretario privado del emperador– vestía comúnmente trajes oscuros cerrados por el cuello. Como único adorno llevaba alrededor del cuello y los puños un encaje blanco ligero y muy fino. Hablaba el español sin ningún acento, aunque en forma muy pausada. Sus cabellos negros y muy abundantes le caían hasta debajo de la cintura y sus dos camaristas la peinaban con extrema sencillez.
La cocina del palacio imperial mantenía una actividad intensa desde el amanecer hasta las ocho de la noche, hora en la que el emperador se recogía en sus habitaciones. Los príncipes dormían en camas separadas pero el comedor los reunía diariamente y nunca solos. Los acompañaba una veintena de cortesanos, entre damas de honor, ayudantes de campo e invitados especiales. El servicio normal se hacía en vajillas de Sevres y cristalería de Bohemia.
La emperatriz sobrevivió sesenta años al drama del Cerro de las Campanas, entre raptos de locura y lucidez. Muere en 1927, año en el que se abre la carretera México-Acapulco. Nunca nadie en ese tiempo logró conocer de ella una palabra sobre la presunción de haber engendrado un hijo con el jefe de su escolta, barón y coronel Alfred van der Smissen. Se dijo que cuando ella cruza el Atlántico en busca de ayuda para Max y el imperio, oculta un embarazo de dieciséis semanas. Van der Smissen había jurado ante el rey de Bélgica no apartarse jamás de su hija y protegerla incluso con su vida. A sus 28 años viene al mando de un batallón del ejército belga para convertirse en guardianes celestiales de un ángel llamado Carlota Amelia.
Carlota había cancelado las relaciones íntimas con su esposo Max a raíz de que este había regresado de un viaje de Brasil, infectado por una enfermedad venérea. Sentirá verdadero asco por él no estando aún consolidado el Imperio Mexicano. Él, por el contrario, quien tenía a las mexicanas como las mujeres más hermosas del mundo, le dará vuelo a la hilacha, hablándose de no pocos niños color canela con el mentón huidizo, la marca genética de los Habsburgo.
El general Maxime Weygand, el presunto hijo de Carlota y Van der Smissen, fue jefe del Estado Mayor del mariscal Foch durante la Primera Guerra Mundial y tuvo más tarde a su cargo la organización del ejército polaco. A su presunto padre, de quien se decía era el vivo retrato, no lo conoció y jamás quiso conocer a su presunta madre. El había crecido como hijo de padres desconocidos.
No han faltado quienes nieguen a Carlota motivaciones urbano estéticas en su concepción de la Calzada del Emperador y sí en cambio prácticas y felonas. La perspectiva ofrecía desde el castillo de Chapultepec una vista soberbia y distante, el convoy del Emperador podía avistarse fácilmente desde las calles de Bucareli, lo que aprovechaba la prima donna para despedir al belga.
 

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