Saer y Márquez, puntos de fuga

(Primera de dos partes) Federico Vite Desde hace muchos años, Henry James puso sobre la mesa un tópico que aún no se resuelve: la tensión entre arte y...

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8 septiembre,2020 5:10 am
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(Primera de dos partes)

Federico Vite

Desde hace muchos años, Henry James puso sobre la mesa un tópico que aún no se resuelve: la tensión entre arte y divertimento de la novela, elementos constitutivos de este género, aspectos que renuevan y oxidan las estructuras narrativas de largo aliento. Ergo: ¿Cómo arrebatar la novela a las masas para convertirla nuevamente en arte? El limonero real (1974), del argentino Juan José Saer y El otoño del patriarca (1975), del colombiano Gabriel García Márquez, son ejemplos de esa tirante relación entre lo sacro y lo profano.
Con el paso del tiempo, los dos libros referidos adquieren renovadas lecturas; aunque la verdad sea dicha, quien mejor sale parado es justamente el argentino, pues su novela fundamenta un estilo que desde aquella época marcó el rumbo definitivo de su obra: hacer de una emoción una anécdota, que no es cosa fácil. Saer recobra el valor de la experiencia humana en un negocio lleno de meros informadores que se comportan como espectaculares encantadores de serpientes.
El otoño del patriarca se caracteriza porque su tempo narrativo, tanto interno como externo, es deliberadamente espectral. Pero de ninguna manera estamos ante un relato de fantasmas sino ante una disección pantagruélica del poder. Es imposible saber cuánto tiempo transcurre entre el arranque del libro (la simulación de la muerte del dictador) y el fin del relato (la muerte del tirano). Sobre esos acontecimientos se tensa la trama en la que se analiza la sique de Zacarías. Incluso la edad del dictador es indefinida; tiene entre 107 y 232 años de edad. El autor enfatiza que el tirano ha estado desde siempre en el poder. De hecho, señala en el relato que fueron vistas las carabelas de Cristobal Colón por la ventana de la casona presidencial. Es decir: desde antes de la conquista ya estaba Zacarías como líder. Y pensar que ese hombre supuso erróneamente que estaría sólo quince días al frente de un país oprimido por el ejército, no sobra decirlo, un país militarizado, como el nuestro. Un país dirigido por un tipo que gobierna sin poder.
La historia posee un tono que pierde intensidad cuando apunta a lo espectral (“eran las tres menos cuarto cuando se despertó empapado de sudor, estremecido por la certidumbre de que alguien lo había mirado mientras dormía, alguien que había tenido la virtud de meterse sin quitar las aldabas, quién vive, preguntó, no era nadie, cerró los ojos, volvió a sentir que lo miraban, abrió los ojos para ver, asustado, y entonces vio, carajo, era Manuela Sánchez que andaba por el cuarto sin quitar los cerrojos porque entraba y salía según su voluntad atravesando las paredes”) y a lo trágico al referir la muerte, y el sepelio, de su madre, Bendición Alvarado; pero el libro destaca siempre en lo esperpéntico y en la cruenta expresión del poder encarnado en Zacarías.
García Márquez recurre con frecuencia a enlistar objetos, escenas, emociones, agrupa sintagmas extensos que crean un efecto de movimiento en el corpus literario. No desvía la atención del protagonista; rastrea los pensamientos de Zacarías y se vuelca en el paisaje interno del dictador. La pregunta importante es cómo lo hace. Utiliza una prosa exuberante, y a ratos francamente pomposa, que carece de la puntuación ejemplar de los textos de Márquez. Pero ese hecho (la sintaxis retorcida, las oraciones indirectas y la falta de puntuación) facilitan la fusión de los monólogos de los personajes. El otoño del patriarca también puede leerse como una deriva de Gargantúa y Pantagruel, de Françoise Rabelais, aunque con su debida distancia. Y, por supuesto, tiene el sello de Rafael Valle Inclán, autor de Tirano Banderas.
Márquez aborda su tema como si estuviera amasando un poema. Construye el punto de vista narrativo mediante la orquestación de voces intercaladas sin mediación de comillas. Cito: “Esta certidumbre parecía válida inclusive para él, pues se sabía que era un hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia, que el único pariente que se le conoció y tal vez el único que tuvo fue su madre de mi alma Bendición Alvarado a quien los textos escolares atribuían el prodigio de haberlo concebido sin concurso de varón y de haber recibido en un sueño las claves herméticas de su destino mesiánico, y a quien él proclamó por decreto matriarca de la patria con el argumento simple de que madre no hay sino una, la mía, una rara mujer de origen incierto”. Aparte, claro, entreverá muy bien frases con resonancia vocativa: “y a medida que pasaban las horas se volvía más tenso y sanguíneo de lo que era al natural, se soltaba un botón de la guerrera ensopada de sudor cada vez que la presión de un eructo reprimido se le subía hasta los ojos, sollozaba de sopor, madre, y de pronto se levantó a duras penas en una pausa del baile”.
El otoño del patriarca es un artefacto desproporcionado; a ratos parece un exabrupto, pero la pericia narrativa del autor salva la empresa de una catástrofe. Aleja, ciertamente, a esta novela de las masas e intenta convertirla en un artefacto para iniciados en el arte narrativo.
Sondea la sique de un dictador y explora los abusos de poder, pero por encima de lo temático, muestra el dominio de su fraseo (sentencias pegadoras, por ejemplo: “llegó sin asombro a la ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad”). Hay descripciones estupendas y momentos de gran tensión dramática, pero la desorganizada voz narrativa entorpece la experimentación estilística. Propicia una confusión espacio temporal y eso va en detrimento del proyecto. Aunque a grandes rasgos queda como vestigio de un escritor que buscó la manera de salir de su zona de confort.
En el otro extremo está Saer, que fundamenta su trabajo en el equilibrio de la descripción y la narración; al igual que Márquez trabaja en El limonero real con frases largas, de más de cinco páginas, sin utilizar el punto y seguido ni mucho menos el punto y aparte; no recurre tanto al uso de la i griega, como Márquez; se esforzó mucho por ordenar las oraciones de manera impecable. Crea un ritmo, si se permite el símil, parecido al de una locomotora que simple y sencillamente no se detiene en cuanto inicia su marcha rítmica y eufónica. Describe y, a contrapelo, narra. Narra y describe. Crea un cuerpo de relato y lo somete a la aparente inmovilidad de un continente meramente descriptivo. Saer fundamenta la estructura circular de la novela gracias a su estilo. Insisto: narra y describe. Pero de ello hablamos en la siguiente entrega.

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