Sobrevivir a la noche de Iguala: Ángel de la Cruz cinco años después de los ataques

Egresado de la Normal de Ayotzinapa, maestro de cuarto grado en la primaria de Radio Coco en Acapulco, hijo del vocero de los padres de los 43, Felipe...

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25 septiembre,2019 10:35 am
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Egresado de la Normal de Ayotzinapa, maestro de cuarto grado en la primaria de Radio Coco en Acapulco, hijo del vocero de los padres de los 43, Felipe de la Cruz, cuenta lo que vivió el 26 de septiembre. Todavía siente resonar en la cabeza los gritos, cuando llegaron las balas y la sangre: “¡Somos estudiantes!”, “¡Estamos desarmados!”, “¡Tenemos un herido!”, “¡Llamen una ambulancia!”.
Acapulco, Guerrero, 25 de septiembre de 2019. En una de las avenidas de la colonia Radio Coco, en Acapulco, existe una primaria construida al lado de un riachuelo por donde corren aguas revueltas. Es una escuela pequeña y alejada de la ciudad; los niños que asisten han aprendido a jugar y a reírse en medio del desastre de uno de los municipios más violentos del país.
“Muchos de ellos quieren ser sicarios o narcos cuando sean grandes”, cuenta Ángel Neri de la Cruz Ayala, maestro de cuarto grado. “La mayoría son de familias fragmentadas, con problemas de violencia en sus casas. También hay algunos que no saben dónde están sus padres: los desapareció la delincuencia”.
Hace una pausa al decir esto. En Acapulco pocos conocen su historia. Tiene apenas 24 años pero hace cinco sobrevivió –todavía se pregunta cómo– a una tormenta de balas: tres compañeros suyos perdieron la vida y uno más quedó en coma. De otros 43 aún se desconoce su paradero.
Ángel Neri es egresado de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa.
La noche del 26 de septiembre de 2014 iba a bordo de uno de los camiones Estrella de Oro que tomaron estudiantes para viajar a la marcha del 2 de octubre en Ciudad de México, pero que policías municipales y sicarios atajaron en el cruce de Periférico Norte y Juan N. Álvarez, en Iguala.
Fue uno de los jóvenes que intentaron mover una de las patrullas municipales que dejaron atravesadas ahí, en la carretera. Sintió las balas zumbar por todas partes, el terror.
“Yo no me olvido del brillo de la sangre”, dice.
Le tocó ver la sangre de Aldo Gutiérrez Solano, quien estaba a su costado, ligeramente detrás de él, cuando recibió el disparo en la cabeza, una bala que lo dejó en estado de coma permanente.
“Después de esa noche me despertaba llorando, temblando, empapado en sudor. Ese instante, ver el momento exacto de la bala, la mirada perdida de mi compañero, la sangre a chorros y luego… luego él que cae en el suelo. Esa imagen, ¿cómo se borra? No se puede”.
Si Acapulco es uno de los municipios más violentos del país, esta colonia ni siquiera figura en los mapas. Radio Coco existe sólo en la sección de nota roja de los periódicos, como un apéndice de la colonia Emiliano Zapata, uno de los puntos más rojos de Acapulco. Pocos conocen la historia personal de Ángel Neri de la Cruz. Los padres de sus alumnos saben que él es un egresado de Ayotzinapa, no hace falta decir más. Para qué.
“Ahora aquí está ya rondando la Guardia Nacional”, menciona el profesor normalista.
Los uniformes militares todavía le causan pánico.
“Decir nuestro nombre real o nadie iba a encontrarnos nunca”
Lo ocurrido el 26 de septiembre de 2014 tiene que volver a contarse, una y otra vez. Sobre todo ahora que decenas de detenidos implicados en la desaparición de los 43 normalistas han sido liberados por irregularidades en el proceso.
Sobre todo hoy que la investigación de la entonces Procuraduría General de la República (PGR) –la “verdad histórica”– se viene abajo y la Fiscalía General de la República (FGR) anuncia que reiniciará el caso de nuevo, esta vez retomando líneas de investigación excluidas en la administración pasada, como las planteadas por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI).
Sobre todo en esta nueva etapa, con una Comisión para la Verdad y la Justicia en el caso Ayotzinapa que, a 11 meses de su creación, no ha producido aún resultados tangibles, mientras las familias de los normalistas siguen marchando puntualmente los días 26 de cada mes en Ciudad de México.
“Nosotros llegamos a Ayotzi la noche del 25 de septiembre de Copala. Allá estábamos en prácticas –recuerda Ángel–. Yo tenía la partida de orden y disciplina: tenía que pasar lista a todos los de primer año, yo iba en segundo. Esa era mi tarea. Ellos ya sabían la actividad que vendría para el 2 de octubre. Tomar autobuses era una actividad de rutina. Jamás nos imaginamos lo que iba a pasar”.
Esa noche platicó con Julio César Mondragón, El Chilango. Le había pedido permiso para ir a su casa, a ver a su hijo y a su esposa. Ángel conocía sus preocupaciones, sabía que al Chilango le preocupaba ir a la ciudad para trabajar unos días y generar algo de dinero destinado a su familia.
“Le dije: ‘aguántate, después del 2 de octubre te quedas allá todo el fin y yo te justifico con los compas’”.
Después llegaron las balas, el brillo de la sangre, la persecución. Ángel todavía siente resonar en su cabeza los gritos: “¡Somos estudiantes!”, “¡Estamos desarmados!”, “¡Tenemos un herido!”, “¡Llamen una ambulancia!”. Y el deseo de permanecer ahí, en el cruce de Periférico Norte y Juan N. Álvarez, todos juntos –a unos metros del cuartel militar–, en medio de los autobuses agujereados y con vidrios rotos, a esperar los refuerzos de Ayotzinapa, de la Coordinadora Estatal de los Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG), a los medios de comunicación.
“Ya nos habían disparado, pero no sabíamos si nos apuntaban a nosotros”.
Recuerda haber llamado a su padre, Felipe de la Cruz, para decirle que Aldo estaba en el suelo, desangrándose, que los tenían rodeados. Recuerda haberse dicho: “Aquí nos quedamos, esperamos a los compas y esperamos a los medios, estaremos seguros si no nos separamos”. Pero corrieron despavoridos, “ya no pudimos mantenernos unidos”.
Los refuerzos llegaron, junto con los medios de comunicación, a las 11 de la noche, más o menos. Pero la pesadilla apenas empezaba: con reporteros y cámaras presentes, la balacera comenzó de nuevo. Y entonces todos corrieron hacia el monte, hacia las casas, en medio de los truenos de las balas.
“Ahí mataron a dos compañeros más, nos dimos cuenta luego. Después de correr la primera cuadra, voltee hacia atrás para irme con ellos. Y entonces vi al compañero, Edgar Andrés Vargas se llama, con la chamarra toda llena de sangre. Le faltaba una parte de la mandíbula, se la habían volado de un plomazo. Corrimos y buscamos una clínica para pedir ayuda”.
La ayuda nunca llegó.
Los normalistas tuvieron que entrar a la fuerza a la clínica y rogar por auxilio médico a las enfermeras que estaban presentes. Más tarde llegarían los militares a intimidarlos, a tomarles fotos, a decirles que ellos se lo habían buscado, que “tuvieran huevos” para soportar las consecuencias de sus actos, que nadie los iba a encontrar.
“Eso nos dijeron. Nos preguntaron nuestro nombre y nos ordenaron eso: que dijéramos nuestro nombre real o nadie nos iba a encontrar nunca”.
“Nada me hará perdonar lo que pasó”
El estrés postraumático es feroz. ¿Cómo lidia un muchacho de 19 años con el vértigo de la sobrevivencia? ¿Cómo no sentirse culpable de seguir vivo mientras otros 43 estudiantes continúan en el limbo? ¿Cómo dejar de preguntarse “por qué ellos y yo no”?
“Ya no ha sido lo mismo desde entonces. Yo no he sido el mismo. Yo pienso en todos ellos pero no puedo superar a Aldo. Tampoco al Chilango, a Julio César. Porque, te digo, yo había hablado con él una noche antes de todo. Él se quería ir a casa. Cuando a mí me dicen que si puedo reconocer una foto, esa foto donde él sale… pues como salió, sin rostro –desollado–, yo nada más dije: ‘Te hubieras ido, compa’. Y veo a su esposa e hija y recuerdo esa plática que tuve con él. No puedo”.
En cinco años, Ángel dice que no ha tenido tiempo de ir a terapia psicológica, con un psiquiatra, nada. En realidad ni siquiera lo ha considerado. El dolor está allí, acunado en su cuerpo, latente, y cada septiembre revive aquellos momentos, los gritos de esa noche. El terror de pensar que la vida se acaba por órdenes de un militar, de un policía municipal o estatal, de un sicario que lo está cazando a él y a sus compañeros.
“¿Para que ir con un psicólogo?”, se cuestiona.
“¿Para qué? ¿Cómo sanas a 43 familias? ¿Y los compañeros asesinados? Eso no se cura así. No tiene caso. Aldo sigue en coma. A mí estos cinco años me pesan, me pesan mucho. Nada va a borrar eso. Nada me hará perdonar lo que pasó”.
Además, las muertes continuaron. Dos años después, dos normalistas de su generación fueron asesinados en un supuesto asalto al salir de la normal a bordo de las Urvan que transportan a los estudiantes. Unos meses antes de ese 26 de septiembre, en enero, dos normalistas habían sido arrollados por un tráiler.
“Fuimos una generación muy golpeada. Muy golpeada”.
Lo único que alegra los días de Ángel Neri de la Cruz son las risas de sus alumnos. Esos 26 niños que intenta educar y alejar de la delincuencia en la primaria Aquiles Serdán.
“A mí me sorprende eso. Ver cómo ríen, cómo juegan y se olvidan de dónde viven, de dónde están creciendo.
“A veces hablamos de las noticias, sí. Y pues ahí te das cuenta, porque de repente empieza a llorar uno y le preguntas qué tiene. ‘Es que mi papá está desaparecido’. O de repente te enteras de cosas feas que tienen que vivir a sus pocos años. Intentas ayudarlos con todo lo que aprendiste en la normal, ayudarlos a entender que la esperanza está ahí, pese a todo. Que hay que salir de esto”.
“Aquí vamos a estar, año con año, por los verdaderos afectados”
Uno de los primeros recuerdos de Ángel Neri es ver a su padre llegar a casa, todas las noches, agotado por la doble jornada. Su padre, Felipe de la Cruz, aparte de ser uno de los principales voceros del movimiento de las madres y padres de los 43 normalistas desaparecidos, es también egresado de la normal Raúl Isidro Burgos, y durante décadas fue maestro de primaria de las colonias Postal y Zapata.
“A mí me gustaba quitarle los zapatos y las calcetas, ese recuerdo lo tengo muy presente –relata Ángel–. Hoy yo lo entiendo. Porque se siente una satisfacción muy plena quitarse los zapatos después de todo un día de trabajo”.
Ángel se acostumbró a encontrar a su padre encabezando alguna marcha. Ya sea como fundador de la CETEG o como parte de alguno de los muchos movimientos sociales nacidos en la Costa Chica. Fue por él que se decidió a estudiar en Ayotzinapa, al darse cuenta de que no podría estudiar medicina en la Universidad Autónoma de Guerrero, ya que su familia no contaba con los recursos económicos suficientes.
“Lo común en Ayotzinapa es que somos pobres, no sólo que seamos de campo. Es la necesidad. Y esa necesidad, además de estar lejos de la familia, de casa, eso es lo que crea una manada de hermandad y de cariño; ese respaldo que te enlaza con los otros. En ese primer año fue lo del huracán Ingrid y el Manuel. A nosotros nos tocó ayudar a la comunidad a sacar sus cosas de la inundación. Y pues te afianzas, ¿no? A Tixtla, a la comunidad”.
La admiración de Ángel por su padre es patente, lo reconoce como ejemplo de vida. “Lo he visto muchas veces decirle las cosas tal y como son a las autoridades. Veo que ahí anda en las caravanas, mi viejo ahí anda, gritando todavía, y sé que está ahí por mí, porque está agradecido… –Ángel guarda silencio unos segundos–, pero también porque está indignado por lo que pasó.
“Porque los sobrevivientes aquí estamos pero no vamos a perdonar nada. Aquí vamos a estar, año con año, por los que son los verdaderos afectados. ¿Dónde están los hijos de esas 43 familias?”.
(Ayotzinapa, Ángel Neri de la Cruz, sobreviviente de la noche de Iguala, testimonio, hijo del vocero Felipe de la Cruz
Texto: Carlos Acuña / Foto: Carlos Alberto Carbajal
 

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