Un nuevo arte de perder

Federico Díaz-Granados

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19 mayo,2020 5:05 am
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Federico Díaz-Granados *

 

La poeta norteamericana Elizabeth Bishop en su conmovedor poema Un arte nos recuerda la belleza que trae ese arte de perder que también tiene mucho que ver con el arte de extraviar y, por supuesto, de olvidar. Es el perder cosas, llaves, instantes y seres amados entre tantas cosas. En marzo, dos días antes de regresar a Bogotá y entrar inmediatamente en cuarentena visité, con Fernando y Nieves en Worcester (Massachusetts), la tumba de esta gran poeta de Estados Unidos y leí allí en voz alta este poema. Era, quizás, la premonición de un tiempo nuevo que estaba por llegar y que desconocíamos o una forma de despedida de un tiempo que a lo mejor no volverá.

Recuerdo ahora, precisamente, ese poema porque esta peste ha interrumpido nuestras vidas y rutinas y nos ha mostrado la cara más cruda de ese “arte de perder”. Nos hemos encerrado en nuestras cavernas y en nuestros búnkeres para habitar la extrañeza y redefinir nuestras soledades. Quizás ahora somos más conscientes de los rituales cotidianos, de aquellos tesoros de la vida diaria que hemos perdido por atender las urgencias de lo inmediato. Hemos recuperado, también, otros instantes de interioridad, de conversación en familia, de reencuentro con los libros, algunas películas y las canciones de siempre, pero sabemos que nada volverá a ser como antes cuando pasemos la página larga de este encierro. Algo habremos perdido porque, como diría el poeta checo Jaroslaw Seifert, “todos los días del mundo algo hermoso termina”.

Estamos acostumbrados a aplazar y a postergar todo, desde una cita, un encuentro con un viejo amigo hasta los grandes y puntuales sueños. De repente este virus nos golpeó y nos mostró el abismo en su mayor nitidez. De tanto postergar lo íntimo y verdadero a cambio de idealizar y entregarle el tiempo al universo Google, Facebook, Twitter o Instagram fuimos recompensados con una vida virtual, distópica como esos mundos que tantos escritores imaginaron y relataron en innumerables textos. Al principio parecía una broma de mal gusto, pero poco a poco nos dimos cuenta de que se trataba con certeza y una nueva realidad. Allí está el poder premonitorio de la poesía sobreviviendo y acompañándonos mientras se revelan las profundas grietas de un capitalismo salvaje y avasallador, de una condición humana egoísta que no supo cuidar un planeta cuya tecnología y poderío militar no previeron que en la edad del miedo un estornudo o unas cuantas babas derrotarían la arrogancia y mezquindad humanas.

Solo espero que después de la peste seamos seres más empáticos y solidarios y que entendamos que del destino del otro depende también el nuestro. Cuando escucho a los músicos y poetas, a las gentes en los balcones aplaudiendo a los valientes médicos y enfermeros me lleno de optimismo. Cuando escucho a los gobernantes y a los banqueros tomar decisiones me lleno de profundo pesimismo. Quizá algo viene en el ADN humano hace muchos siglos y a lo mejor, después de esto, solo cambien algunas pocas prácticas sociales y volvamos al ruido, al bullicio que no nos deja escuchar el canto de los pájaros y a apoyar a los sistemas que promueven la injusticia social y restringen las libertades esenciales. Entre más leo y veo noticias más escéptico me vuelvo respecto a nuestro futuro inmediato. Por eso mi fe regresa cuando leo a mis poetas de cabecera porque estoy seguro de que, como lo ha hecho en todos los tiempos, la poesía nos dejará el más hermoso o el más terrible testimonio de esta época que nos tocó compartir y vivir en cuarentena a la humanidad entera y que las futuras civilizaciones sepan desde su asombro los signos de un tiempo de preguntas e incertidumbres.

Qué lección de humildad ha dejado este virus a toda la arrogancia humana. El pánico colectivo y sus tentativas de catástrofe apocalíptica han agitado de forma inesperada todas nuestras emociones. Hemos confirmado una vez más que somos muy inferiores a la naturaleza y que ni la tecnología, ni las redes sociales, ni el poderío militar han podido atajar la tragedia. La civilización de la pantalla, el imperio de los clicks y los likes y el exceso de información y de fake news no han podido salvarnos de este cataclismo de la modernidad. Un microscópico virus llegó y nos obligó a encerrarnos y nos tocó volver a conversar y a reconocer la casa y a cambiar nuestras formas de consumo. Ahora usamos tapabocas y nos lavamos las manos y lo hacemos con miedo. Antes de una nueva catástrofe nuclear llegó un bicho invisible y nos quebró en millones de pedazos, fragmentos y astillas imposibles de reconstruir en el rompecabezas de la historia y de la memoria y así, entre el polvo y las lágrimas, somos testigos de una nueva forma de la muerte y desde ese silencio y esa ceniza trazamos la cartografía de un nuevo y desconocido destino.

Espero que pase la peste para recobrar el abrazo de muchos amigos que quiero y extraño, de seres que amo y que no están conmigo y que el miedo que sienta sea por los gigantes y los monstruos y no por los microbios invisibles que hoy evidencian nuestra fragilidad y nuestra fugacidad. Ojalá para entonces seamos menos hostiles y algo hayamos aprendido con la seguridad de que el amor y la poesía nos salvarán siempre del desastre sin temor al “arte de perder” para que “todos los días del mundo algo hermoso comience”.

 

* Florencio Salazar Adame cedió su espacio semanal para este artículo cuyo autor es poeta, periodista y gestor cultural colombiano

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